lunes, 16 de enero de 2012

Un Mediodía Triste

“Un mediodía triste, viendo el lomo gris del metro
aplanando la banqueta,
mientras derrite el asfalto un sol blanco y voraz”.

“Pasan los delfines como almas en pena,
consortes de la muerte que se sube al mundo sin pagar boleto.
El viento aúlla canciones flacas.
Gente hay una peste, como esperando a Cristo.
Cristo está sentado seguramente
en la tercera fila de un burlesque”.

Hay un bar pequeño,
con la esquina verde,
afuera dormita un organillero.
Tiene espesas cejas
y babea alcohol:
lo cubre la sombra de un ángel bluesero.

Poco movimiento,
es temprana hora.
La ciudad no muestra su cara granosa,
supurante y roja,
sus pelos al pecho,
ni su carne floja.

“La tarde se sienta en el centro viejo,
se baja las medias corridas y sucias,
menea sus pestañas de mujer nocturna
y deja caer la noche al abrir las piernas”.

“Podrías morir de una enfermedad que usa placa y corriente eléctrica,
o sumergido en una plácida niebla de opio,
o montado en las cálidas carnes de una mujer fenicia.
Podrías morir un día cualquiera,
la hora poco importa,
¡son tiempos obscuros,
escucha atento a las sirenas!”.

De una madriguera
surge la pandilla,
por usar espuelas todos son buscados.
Como la marea
de un mar iracundo,
van cubriendo tramos de calles ajenas.
Embarran los muros
de pintura roja;
hay una emoción que fricciona el aire.
Aún no crecen flores en el pavimento.
La ciudad se ha vuelto una novia amarga.

Tengo tres preguntas,
responda el primero:
¿quién mató la noche?,
¿quién abrió la puerta?,
¿descifró este sueño
y se ocultó en el alba?

José Cruz Camargo